18 de Abril

El destinatario de esa sonrisa se fugó con ella como con un regalo fatal. Su turbación era tan grande que tuvo que huir de las luces de la terraza y del jardín, y refugiarse a paso rápido en la oscuridad del parque posterior. Allí estalló en reproches tiernos y extrañamente irritados: "¡No debes sonreir así! ¿Me oyes? ¡A nadie hay que sonreir así!" Se dejó caer en un banco y, fuera de sí, aspiró el perfume nocturno de las plantas. Después, apoyándose en el respaldo, los brazos indolentemente caídos, abrumado y sacudido varias veces por escalofríos, musitó la fórmula fija del deseo, imposible en este caso, absurda, abyecta, ridícula y, no obstante, sargrada, también aquí venerada: "Te amo".

(La muerte en Venecia, Thomas Mann - Trad. Juan del Solar)

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