SWIMMING LIKE A FISH

(QUTUB MINAR, DELHI)

Todavía no hace una semana que he vuelto de Delhi y sigo con la sensación de haber estado viviendo una película de Indiana Jones. El exotismo de todas las cosas, la gente, los animales deambulando por la ciudad (hasta un elefante por la calle), los olores...

Está claro que India va camino de convertirse en una de las potencias mundiales, pero en las calles de la capital todavía no se nota. Y es posible que lo haga mucho antes que China. India tiene 1.200 millones de habitantes, es un país democrático (con sus cosillas, sí) y una potencia intelectual sin parangón en el zona.

Sus habitantes tienen dos características que funcionan muy bien juntas: el ansia de conocimiento y la capacidad de sacrificio. Sólo a modo de ejemplo, Gautam, nuestro guía indio en la ciudad, estaba terminando de estudiar para diplomático. Era un chico de 27 años que se sabía toda la historia de su país y la mitad de la historia de los otros (incluido el nuestro). No comía carne durante las semanas que trabaja para tener el cuerpo ligero "como un pescado" decía, mientras se acariciaba la silueta a la altura de la cintura con ambas manos. "Me gusta el deporte pero ahora no puedo nadar en Delhi" - añadía. ¿Y en dónde nadabas antes?" - preguntamos. "Yo soy de una ciudad que está junto al Ganges, y todos los días nadaba 4 kilómetros cruzándolo a nado". Puedo asegurar que después de escuchar esta frase nada en el viaje volvió a ser igual.

DEATH VALLEY

(48ºC - 118 º F in Badwater - Death Valley, California)

Uno de los lugares más inhóspitos de Estados Unidos es el Valle de la Muerte, un valle de más de 100 kilómetros que debían cruzar todos los aventureros que dejaban el oeste rumbo a California. La temperatura en este lugar, casi cincuenta grados, hace el aire irrespirable y te deja los tobillos chamuscados (al nivel del suelo la temperatura en algunos días puede llegar llegar casi a los 100 grados).

El oeste americano me ha cautivado, de eso no hay duda.

RUN OR STAY



(Mate singing in Covent Garden)

A mí que luego que me cuenten cuentos, pero en Londres hacen casting para cantar en el metro y en la calle. Yo estoy cansado del violinista (¿el que toca un violín se le puede llamar violinista?) que está debajo de mi casa.

Me encantaría ver a parejas abrazadas debajo del balcón escuchando a este tipo, y no a gente que corre despavorida calle abajo.

LOST EYES

(Golden Gate, San Francisco)


Estoy leyendo el reportaje que El Viajero le dedica a San Francisco, un conjunto de historias inconexas alrededor de Vertigo, el filme de Hitchcock. Mentiras. Puro maquillaje. Llevo tiempo intentando bajar a palabras la percepción casi extrasensorial que supuso para mí la reciente visita a la ciudad de las mil cuestas.

Y me sigue resultando difícil cogerle los cuernos a este toro, muy difícil. Es una sensación casi irreal, casi sin información sobre la que construir los detalles. He colgado las fotos, he hecho un vídeo con ellas, tengo incluso otro vídeo que es una locura. Pero ay, los detalles... esos pequeños elementos que hacen fácil, verosímil, una historia. La luz que atraviesa una botella de vino blanco en el pequeño patio interior de un restaurante en Hayes Valley. El viento que te azota la cara desde lo alto de Buena Vista Park. La mirada perdida, enajenada, de una anciana que camina por la calle sin rumbo fijo en North Beach. Las banderas gays que ondean en Castro, los cangrejos sobre una pequeña barra metálica en Fisherman's Wharf. Los tranvías, los putos tranvías.

No encuentro los detalles, no veo la historia. La ciudad es un espejismo, una idea. El final del sueño americano, la entelequia californiana convertida en asfalto, parques y mar. El ideal de la vida sencilla, del buen clima. La meta de una sociedad decandente, la americana, que nace a la vida en Nueva York, la jungla de edificios en la que hasta los arrastrados marcan tendencia. Un país que bascula su historia de costa a costa, que piensa en las carreras meteóricas, donde Wall Street, Central Park y Chelsea se convierten en el ejemplo de la buena vida, de diablo vestido de Prada. El punto de partida para una sociedad mundial que de día solo piensa en ascender y ascender y de noche sólo disfruta descendiendo y descendiendo.

Y llega un día en que se preguntan qué coño están haciendo con su vida, que para qué tanto trabajar. Entonces, quizá, encienden la televisión o cogen un libro (ejem) y descubren una historia que lleva a California. La meta. El sol, las playas, la brisa que se cuela en el alma poeta y bohemia. Queman las corbatas y los sostenes. Venden las acciones (si es que todavía valen algo), se compran un coche de segunda mano y se recorren el interior del país por la ruta 66. Descubren que viven en un lugar maravilloso, en una tierra que jamás sabrán paladear sus habitantes (bueno, los indios sí, pero esos no cuentan casi ¿no?). Y pasan junto a Monument Valley y les dan las ganas de tirarse al vacío como Thelma y Louise. Pero siguen y siguen por una carretera sin fin. Pasan por Las Vegas, pierden lo que les queda de dinero y dignidad y llegan haciendo auto-stop a San Francisco.

Allí viven, sí, todos ellos, junto a los ricos-veloces de Silicon Valley y a los bundies (vaga-bundies, je je). Con sus pequeñas galerías de cuadros, sus bocadillos mirando a la bahía, sus vecinos de ojos rasgados, hijos de hijos de hijos de los bombardeados de Hiroshima.

San Francisco, la entelequia. La ciudad del frío, joder qué frío. La ciudad de la niebla y el viento. La ciudad más bella y llena de locos que he visto en mi vida. El cementerio de elefantes de occidente, el destino soñado. El paraíso liberal americano de taxistas que son capaces de ofrecerte una boda dentro de un taxi en una religion para ateos (lo juro).

San Francisco, difícil de explicar, más extraña de vivir, imposible de olvidar.