6 de Septiembre


Me envía mi amiga Lucía un texto de un blog de El Mundo. El artículo se llama "El Chicho y los rumanos". Lo pego aquí entero otra vez porque merece la pena.



Hay un tipo que canta por los chiringuitos de 'pescaíto' de Málaga. Por su aspecto, podría ser perfectamente el cuarto Chicho. Lleva un Jané tuneado para acarrear su loro y un pedazo de amplificador. Y es un genio. (Por cierto, voy a ver si encuentro una foto para ponerla aquí).

Mientras la gente está comiendo en la terracita frente al mar, relajada, va pasando un rumano tras otro tocando el acordeón para ganarse unas monedas. Todos tienen un repertorio parecido, del tipo 'Los niños de El Pireo', 'Una Paloma Blanca'…. Y en un momento dado llega Él. Es su turno.

Ceremonioso, con una parsimonia sobreactuada, planta su carrito-ampli delante del personal y, con ese aire teatral, saluda a su público como si fuera Raphael en el Madison Square Garden. Con un sentido del humor pasmoso. Entonces le da al play, comienza a sonar la música rumbera a todo volumen, y el tío empieza a cantar.

No sé exactamente si canta bien o mal. Se marca sus 'Oví, ová', 'Me sabe a humo', '¿Qué tendrá Marbella?', ese repertorio que no sobrevivió al Musicassette. Pero cómo actúa. Qué morro. Y en mitad de la calle. Interpreta cada canción como si fuera Hamlet. Suplica, se enfada, estruja en un abrazo a alguien invisible, se da puñetazos en el pecho. Si la canción va, por ejemplo, de una mujer (perdón, gachí) que le ha puesto los cuernos él canta a su alrededor, la señala amenazante, se postra ante ella, la ignora con desprecio. A todo esto, al espectador medio le pilla el show chupando una cabeza de gamba, y alucina ante lo que está ocurriendo. El descojone es generalizado.

Cuando acaba sus cinco o seis canciones, la terraza entera le ovaciona. El personal está epatado, y comienza a echar mano del bolsillo para darle algo. Pero el tipo los detiene: ¡Quietos todos! Se mete entre las mesas y se marca un discurso. Con dos cojones, comienza a decir que muchas gracias, pero que él no quiere dinero, que él canta por su propia satisfacción, por el aplauso y el calor de la gente, que eso es lo que a él le alimenta. El público alucina. Y a continuación se marca, con tono lastimero, un 'Pero es que le tengo que cambiar las pilas al radiocassette', y cierra los ojos como si fuera a llorar. Aplausos, carcajadas. Menudo crack. La gente vuelve a sacarse dinero y, el que no pensaba darle nada porque no le gustaba su música, acaba apoquinando porque ese final le ha trastornado. Y logra muchísima más pasta. Ah. Cuando el tipo se va, les juro que queda un vacío, un silencio... Ojalá hubiera durado un rato más. Mierda, ahora llega otro con su acordeón.

Como paralelismo es un poco chungui pero, al final, en publicidad también se trata de ser El Chicho en un mar de rumanos, buscándole los cinco pies al gato para sorprender, diferenciarse y encandilar.

Y esto, se lo juro, lo escribo con envidia y admiración. Este cantaor, los chirigoteros de Cádiz (el Selu, el Yuyu y tantos otros). Qué cantidad de gente hay pululando por ahí con un talento descomunal, intuitivo, brillante, y andan cambiando bujías a diario en Tiendas Aurgi, reponiendo en hipermercados o sirviendo carajillos. Qué injusto. Qué síndrome del intruso. O del rumano.

(César García, El Chicho y los rumanos)

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