Salí del locutorio con el alma llena de tristeza. Tocaba el esquilón de las monjás: Penetré en la iglesia, y a la sombra de un pilar me arrodillé. La iglesia aún estaba oscura y desierta. Se oían las pisadas de dos señoras enlutadas y austeras que visitaban los altares: Parecían dos hermanas llorando la misma pena e implorando la misma gracia. De tiempo en tiempo se decían alguna palabra en voz queda, y volvían a enmudecer suspirando. Así recorrieron los siete altares, la una al lado de la otra, rígidas y desconsoladas. La luz incierta y moribunda de alguna lámpara, tan pronto arrojaba sobre las dos señoras un lívido reflejo, como las envolvía en sombra. Yo las oía rezar medrosamente. En las mános pálidas de la que guiaba, distinguía el rosario: Era de azabaches, y la cruz y las medallas de lucientes oros.
(Sonata de Otono, Ramón del Valle-Inclán)
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